Editorial: El fin de los estratos  

La propuesta que desde hace un tiempo viene trabajando la Alcaldía de Bogotá, con el apoyo de la Oficina de Naciones Unidas para los Asentamientos Humanos (ONU Hábitat), a fin de hallar mecanismos que permitan poner fin a la estratificación social en Colombia, resulta oportuna y necesaria.

El país está en mora de promover un debate sensato en torno al tema, pues se trata de un instrumento que, si bien ha hecho posible focalizar a un vasto grupo de personas que requieren subsidios y otros beneficios estatales, tres décadas después la receta se antoja obsoleta, a la luz de nuevas realidades sociales y económicas.

La figura de los estratos –como se conciben hoy– dejó en los rangos 1 y 2 a las personas más pobres de Bogotá; en el 3, a la clase media, y un extraño híbrido llamado estrato 4, que no recibe beneficios ni para bien ni para mal, mientras que con el 5 y el 6 se rotuló a las capas más pudientes.

Pero el mecanismo derivó en que, ya sea que se pertenezca al estrato 1 o al 6, no se está midiendo realmente el grado de necesidad y pobreza de una familia, sino que se la ubica espacialmente en un entorno determinado. Así tomó fuerza aquello de que en un sector de la ciudad habitan los pobres; en otro, los ricos, y en algunos más, la llamada clase media.

No les falta razón a quienes hoy promueven un cambio cuando aseguran que la estratificación social en el país, más que identificar a los verdaderos necesitados de la ayuda oficial, los segmentó, los convirtió en ciudadanos de segunda y dividió a las ciudades en guetos.

Colombia figura hoy como el único país del mundo que aplica la filosofía de los estratos según la vivienda y el lugar donde se habita. Hasta el impuesto predial se rige por este esquema. Ello ha generado situaciones de hecho, como aquellas donde una persona vive en estrato 6, cuando sus ingresos son mínimos. O viceversa: gente que paga servicios públicos de estrato 1, pero habita en áreas residenciales en las que podría pagar más. Y están aquellos que poseen bienes en estratos bajos, pudiendo cancelar impuestos de estrato 5, o los ciudadanos que quieren seguir en un estrato porque reciben toda suerte de subsidios sin necesitarlos, quitándoles a otros la oportunidad de tenerlos.

En otras latitudes –Chile, Brasil, España– se mira la situación objetiva de la persona: sus ingresos, necesidades y capacidad de pago.

En nuestro caso, el efecto puede ser más perverso, ya que muchos planes de renovación urbana se ven truncados porque la gente prefiere decir “no me mejoren”, con tal de no cambiar de estrato.

Todas estas distorsiones podrían corregirse si existieran nuevas reglas, en las que lo prioritario sea el ser humano. Y para que ello ocurra, la primera barrera que hay que superar es la cultural. Seguir creyendo que una familia es más o menos según el barrio de donde provenga no es razón suficiente para exigirle obligaciones con el Estado o para que este las tenga con ella.

La Colombia de hoy no es la de hace tres décadas. El país goza de una mejor situación económica, cuenta con una clase media más próspera y sus índices de pobreza se han reducido. Eso debería traducirse en nuevas técnicas de medición, que permitan detectar realmente a los más necesitados.

Por ende, el desafío es también tecnológico. Hablamos de crear una herramienta que no solo deje tranquilas a las empresas de servicios públicos y a todas las entidades que hoy se rigen bajo la figura del estrato social, sino que sea capaz de generar una mayor equidad.

EDITORIAL el tiempo .com

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